Noticia original de Zuriñe Rodríguez Lara.

Crear contramemorias en espacios públicos que vayan más allá de las versiones oficiales es el reto que llevan tiempo afrontando las mujeres tras las guerras.

AZKOIEN

En las guerras y en los conflictos armados, los derechos humanos son sistemáticamente vulnerados. Muertes, masacres, desapariciones forzadas, violaciones y constantes espacios de impunidad que necesitan ser recordados para garantizar que no se vuelvan a repetir. Una de las fórmulas para el recuerdo colectivo es la construcción de memoriales históricos, grandes edificaciones o pequeñas placas conmemorativas que plasman en el espacio público lo que sucedió en un pasado.

La Tumba al soldado caído bajo el Arco del Triunfo de París nos recuerda quiénes fueron los protagonistas de las guerras. El monumento al Soldado desconocido en pleno centro de Sofía conmemora las muertes y desapariciones de los anónimos hombres búlgaros; y el Soldado universal, en Castle Clinton, Nueva York, nos habla de una universalidad bélica, victoriosa y androcéntrica.

Los soldados caídos son parte de una primera etapa de memoriales que busca recordar a los hombres anónimos que lucharon por la patria. A través de ellos, se representa el cuerpo colectivo de toda una nación; la idea de que mereció la pena morir por algo. Están replicados por toda Europa y ubicados en zonas céntricas, pero en ellos se obvia, por una parte, que las mujeres también estuvieron en el frente —casi un millón lucharon en las filas del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial— y, por otra parte, que más allá de empuñar el arma, en las guerras, se desempeñan muchos más trabajos.

La investigadora feminista mexicana Luz Maceira afirma que el problema es que “cualquier ciudadano puede ser el soldado desconocido, pero el soldado desconocido no es cualquier mujer”. Son pocos los memoriales dedicados a las mujeres y, además, salvando alguna excepción, están alejados del centro de las ciudades. En ellos, no se muestra la diversidad de su participación y se ensalzan los trabajos de cuidado y sostenimiento. Es el caso, por ejemplo, del monumento situado en el cementerio nacional militar de Arlington (Virginia, Estados Unidos) y que está dedicado a la labor de las enfermeras de las fuerzas aéreas estadounidenses durante la Primera Guerra Mundial. No es el único. El memorial a las mujeres de Vietnam, en Washington, visibiliza a las enfermeras estadounidenses que sirvieron en la guerra; y una escultura en Londres nos recuerda a Florence Nightingale, enfermera que curó a soldados heridos durante la guerra de Crimea. Nightingale, en cambio, no solo era enfermera: además, era matemática y escritora.

En Londres, en Whitehall, podemos encontrar una de esas excepciones memorialísticas de esta primera época. Una enorme escultura en la que están esculpidos diecisiete conjuntos de ropa; diecisiete uniformes que hacen referencia a los múltiples trabajos que las mujeres desempeñaron durante la Segunda Guerra Mundial. A priori, el monumento muestra una diversidad que va más allá de la participación directa en el frente y las labores de cuidados; pero, además, los uniformes están esculpidos sin cuerpo. De esta manera, quisieron simbolizar dos cosas: el anonimato y la entrega de sus uniformes a los maridos como señal de su vuelta a casa. Simboliza el momento en que las mujeres dejan de ser sujetas activas para volver al hogar, al espacio para el que han sido socializadas. El fin de las guerras trae para muchas mujeres el estigma de haber abandonado sus hogares y, con ello, el castigo social de malas mujeres durante la construcción de la paz.

La activista en favor de la memoria histórica Julia Monge por su parte, identifica otro escollo en esta primera etapa y afirma que “los grupos memorialísticos de hoy todavía muestran a las mujeres como pasivas o víctimas, lo que se refleja en los memoriales”. Aunque es cierto que las mujeres sufren de lleno y de forma específica los impactos de la guerra, recordarlas solo como víctimas puede llevarnos a “obviar sus formas de resistir y de estar desde la subversión y la agencia”, recalca Monge.

En cambio, la activista tiene claro que los memoriales que las recuerdan como víctimas también son importantes y deben promoverse porque sirven como denuncia y reconocimiento del impacto diferencial de género en las guerras. En la ciudad china de Nainjing, por ejemplo, un mural con el rostro de una veintena de mujeres nos recuerda que durante la Segunda Guerra Mundial miles de ellas fueron enviadas a las zonas de combate del Ejército japonés para ser esclavas sexuales en los llamados puestos de consuelo. Mientras son conocidas como “mujeres consuelo”, ellas reclaman para sí mismas el nombre de halmoni (abuelas de la guerra).

Además de denunciar los horrores de la guerra, para la activista salvadoreña Gloria Guzmán, los memoriales actúan como espacios físicos de encuentro entre las víctimas, ayudan a reparar su dolor —especialmente el de las familiares de desaparecidas— y cumplen una función pedagógica con las generaciones futuras. Guzmán participó de lleno en la construcción del Monumento a la Memoria y a la Verdad de San Salvador. Este fue liderado por mujeres víctimas, por defensoras de derechos humanos y por activistas feministas. “Nos organizamos después de que los firmantes de la paz desoyeran la recomendación que hacía Naciones Unidas para construir un memorial”, recuerda Guzmán.

El de San Salvador, junto con otros, pertenece a una segunda generación de memoriales en la que es la sociedad civil y las víctimas —y ya no tanto los estados— quienes demandan la construcción de los mismos. Con ellos se busca mostrar los efectos de las contiendas internas, la impunidad de los actores armados y el horror de las dictaduras.

San-Salvador

El proceso de construcción del memorial salvadoreño culminó en 2003, cuando fue inaugurado tras casi siete años. En él están grabados alrededor de 30.000 nombres de víctimas del conflicto y nombradas 194 masacres. “En la identificación es donde comenzaron las primeras trabas”, recuerda Gloria Guzmán. En muchos casos cuando asesinan a toda la familia solo aparece el número o las iniciales de personas que han muerto o, pero no se puede saber con exactitud cuántas de ellas eran mujeres”. Esto sucede especialmente en el caso de las masacres donde “tenemos la certeza de que, sobre todo, afectaron a las mujeres porque los hombres estaban fuera y ellas estaban en casa a cargo de las familias”. En cambio, con los registros en mano no se puede demostrar con exactitud y, sobre todo, no se puede contabilizar cuántas fueron las mujeres asesinadas ni desaparecidas. Además, hay nombres que se pueden atribuir a más de un género, como es el caso de Mercedes, que en varias zonas salvadoreñas se utiliza indistintamente. “Podíamos incurrir en errores graves si hacíamos nosotras la identificación por géneros y sesgar la realidad”, explica Gloria Gúzman.

En el caso de la guerra civil española los registros también suponen una traba importante. El acceso a los nombres se hace a través de las nóminas de los batallones y en ellos solo están quienes participaron en los frentes. Este es el caso del recién inaugurado Columbario de la Dignidad de Euskadi, que alberga sesenta nichos de gudaris y milicianos desaparecidos durante la guerra y el franquismo. “La vida que sucedía paralelamente al frente no ha sido registrada”, alerta Julia Monge, por lo que los monumentos siguen sin incluir los nombres de “mujeres que conducían ferrocarriles o preparan la comida, por ejemplo”.

La falta de memoriales que dignifiquen a las víctimas del franquismo y de la Guerra Civil es un problema del que ya alertó el Observatorio Europeo de la Memoria en 2016. “Llegamos tarde, hay una falta enorme de reconocimiento en general que afecta de sobremanera a las mujeres”, denuncia Monge. El efecto es doble. Por un lado, son muchas las que han fallecido sin contar con un lugar físico que las reconozca o al que poder acudir a hacer sus duelos y, por otro lado, la dejación española y la demora en reconocer la impunidad —cuando se ha reconocido— lleva a otras a sentir que sus memorias no son importantes ni merecen ser recordadas.

Para la investigadora feminista colombiana Diana María Salcedo, el proceso de construcción del memorial permite a las mujeres adquirir conciencia de la necesidad de levantar sus memorias. Por eso, en su opinión, “los memoriales que lideran mujeres permiten empoderarse, articularse colectivamente y fortalecen los procesos comunitarios”. Gloria Guzmán, además, añade que estos procesos se constituyen como “espacios concentrados de lucha donde somos diversas, pero estamos unidas contra la impunidad”.

Años de trabajo permitieron inaugurar en 2016 en la localidad de Azkoien, en la Ribera Navarra, una escultura que homenajeaba a las mujeres que resistieron a las ejecuciones extrajudiciales, a los cortes de cabello y a las humillaciones durante la guerra. Fue iniciativa de la Asociación de Mujeres con Memoria y su financiación autogestionada. El memorial lo forman tres mujeres que visten unas faldas amplias en las que guardan piedras que llevan mensajes que previamente han escrito las vecinas o que han llegado de cualquier punto de Euskal Herria. Para Julia Monge “es un memorial especial” por lo participativo del proceso, que “permite reparar a las víctimas a la vez que ser didáctico en la transmisión”.

En cambio, los proceso liderados por mujeres suelen encontrar trabas cuando hay que negociar con actores institucionales y políticos, quienes pueden hacer peligrar la visibilidad del memorial. A veces, los lugares propuestos por las instituciones no coinciden con las demandas de las mujeres, quienes exigen lugares céntricos y tranquilos como parques públicos. En San Salvador “nos ofrecieron un cementerio para el monumento”, recuerda con enfado Guzmán. Había intereses de empresas por privatizar el parque que proponían las activistas, por lo que “fue una lucha larga que duró dos años de negociaciones” y que no estuvo exenta de tensión, pero en la que “conseguimos ser la piedra en el zapato de los actores privados”, remata con alegría Guzmán. En la actualidad, el monumento está en el parque Cuscatlán y se ha convertido en un lugar terapéutico al que acuden las víctimas.

Feminicidio

En cambio, cuando la construcción se hace de arriba a abajo peligra la legitimidad del memorial. Es el caso del monumento a las Mujeres en la Memoria de Chile, avalado por el Estado y que recuerda a las mujeres víctimas de la represión política, pero que se encuentra prácticamente abandonado. También es el caso del memorial a las víctimas de los feminicidios de Ciudad Juárez. Se trata de un monumento que se enmarca dentro de la condena que la Corte Interamericana de Derechos Humanos impone al Estado mexicano. Conforme a esta condena, por un lado, el Estado debe indemnizar a las familias de siete víctimas y, por otro, realizar un acto público de reconocimiento; ese es el memorial. Las familias, por su parte, no se sintieron representadas y lo consideran incompleto. “El día de la inauguración se presentaron allí para denunciar lo que fue un proceso catastrófico”, remarca Luz Maceira.

Otras veces, en cambio, los memoriales no satisfacen las necesidades de las mujeres porque, como afirma Salcedo, existe una “hegemonía de la memoria que viene dada por ley y que no tiene en cuenta las necesidades de los territorios”, a lo que Maceira añade que “tampoco presta atención a los códigos culturales”. Por eso, hay mujeres que no se sienten identificadas y buscan fórmulas nuevas. “Poner el nombre de una mujer a la calle por la que se las llevaba a la selva puede ser más reparador que hacer varios monumentos con las armas de las FARC”, afirma Salcedo. Galerías de la memoria o rutas del recuerdo son otros ejemplos de lo que Salcedo llama “contrahegemonias de la memoria”.

Crear contramemorias en espacios públicos que vayan más allá de las versiones oficiales es el reto que llevan tiempo afrontando las mujeres tras las guerras. Que esas memorias no hagan únicamente referencia a guerras del pasado es otro de los desafíos que identifica la investigadora mexica Luz Maceira. Por eso, promover memoriales que recuerden que hay una guerra en curso que se lidia entre hombres y mujeres puede ser válido para “impactar a la sociedad y dignificar a las asesinadas y a sus familias”, piensa la salvadoreña Gloria Guzmán.